lunes, 1 de octubre de 2007

Se me mueve una muela

Hoy, mientras rumiaba al alba después de revisar los bajos del arroyo
(últimamente el gilí de mi hijo anda metiendo las narices, parece que no tiene
monte el jodío) he comprobado con desagrado que se me mueve una muela.

Una de esas de atrás, en la quijada de abajo, de las que tengo tan
desgastadas de mascar bálago agostero, que en estas tierras de la sierra
alcarreña desgastan que da gusto.


Entiendo que tengo más años que Carracuca. Este año mudé de pena y cuando me vi reflejado con la luna llena de Abril en el Navajo de La Cativa me dieron ganas de salir corriendo. Aparte de lo del pelo, que en el pescuezo parecía el de un tiñoso, la cuerna derecha se me había achaparrado comparada con la del año pasado, y tenía una pinta de lo más chapucero.

Pues sí, se me mueve una muela y como se me empiecen a caer estoy aviao. Ya mastico medianamente mal, últimamente me dedico mucho al brotecillo del tapaculos, a los cogollos del rebollo y a algo de paja rastrojera cuando me atrevo a salir al borde, que son pocas veces. Pero tengo que rumiar y dale quedale, y vuelve a darle, porque si no me da una acidez de estómago quepaqué, y me tiro medio día dando pezuñazos de dolor. La puñetera edad, todo son achaques. Hace una semana se me escapó una flema de espanto cuando se me fue la tos, justito cuando pasaba por el cirate de la ladera de enfrente el chaval ese de las gafas, joé, y creí que me había guipao, pero no hay problema, ese no oye ni los pedos que se tira. La edad, que es mú mala.

De todas maneras, ya quisieran algunos de esos que llevan seis puntejas mondas tener la hembra que yo he tenido este año, que es un primor de chavala. Lleva gemeleando desde que la conocí, en esta misma ladera, hará ya cuatro siembras. No en vano este mes de Abril le canté las cuarenta al chuleta ese del lomo listón, que no recuerdo ya si será también hijo mío. Algo se me parece, porque lleva las luchaderas cortas, y a veces cuando se gallea hacia mí marcando la linde me recuerda a mi estampa de cuando joven...¡Ay, aquellos años!. Pero qué chulángano era yo, no había quien me tosiera.

Menos mal que los años me han asentado el seso, y también agradezco que se me hayan esmochado un poco las cuernas, así no tengo tan encima a estos humanos de dos patas para los cuales (colmo de mi asombro) vales más cuanta más leña tengas en la boina, no cuanto más sepas. Prefiero tener menos melena arriba y así me van dejando más tranquilo los amigos de la vida ajena. Bueno, todos menos el de los cristales en los ojos, el chaval ese.

El chico ese de las gafas mira que es pesao. Canela (mi hembra) me dice que le pegue un susto bueno algún día, a ver si se cansa. Que le espere en la trochilla de los tamujos un amanecer y le arree un buen berrido en la oreja a ver si del susto se le descabalgan los anteojos y mancha los calzones corriendo. Pero yo ya le digo, que no soy amigo de esos festivales, que si tuviera seis años menos a lo mejor hasta le ensartaba, pero que ahora lo mejor es dejar pasar las tardes al Sol del Membrillo y dejarse de problemas. ¡Cuantas veces me han pasado a menos de diez metros sin darse cuenta de mi presencia, inútiles de dos patas!.

Y es que estos humanos ni huelen, ni ven, ni se dan cuenta de ná. Se ceban en los corcillos jóvenes y en los pendencieros, los que salen a las siembras a fardar delante de las hembrillas y a dejarse matar con el canuto ese que se enfilan en los ojos los de dos patas, y que pega unos cacho truenos de ladera a ladera quepaqué. Se ceban con ellos porque son los únicos que pueden matar, en su inutilidad. Viven estos de dos patas como en una madriguera de zorros, todos juntos en chamizos de piedra gris, y cuando salen de ahí es para hacer el mal a la gente que andamos por el monte.

Este chico de las gafas es un tío curioso, todo hay que decirlo. Empecé a pensar en él cuando Canela me lo advirtió: nos había podido despachar y no lo hizo. Fue una mañana de verano de hace unos años. Seguramente se le atrancó el trabuco ese o yo que sé, pero Canela me dijo que no, que ella estaba convencida de que nos dejó porque él quiso. Yo, ni me di cuenta, porque estaba haciéndole unos ochitos a la chavala y no tenía la cabeza para pensar en el de las gafas precisamente.

Después anda que no me lo he pasado pipa con él. En esta ladera tan aburrida, los únicos entretenimientos son despachar a pezuñazos a las zorras cuando vienen a por los chavales, poner en su sitio al gilí de mi hijo y al del lomo listón, y entretenerme con el de los cristalillos. Sobre todo me gusta ver la cara que pone cuando me busca en los bajos y le berreo detrás de él: pega un respingo como Canela cuando cae una centella de esas del cielo, se vuelve, se agacha (¡¡¡jua, jua, jua, como si no le llevara visto desde que salió de su madriguera, jua, jua, jua!!!), y se deja los ojos intentando ver dónde ando, tanto que a veces me ha tenido que oír riéndome en mi encame de hierbas cuando veía que se le empañaban las gafas del esfuerzo. Joé qué ratos.

Antes venía con el trabuco ese del canuto, pero de un tiempo a esta parte viene a lo zorro rateando por el espesar con el trabuco de dos ojos, y eso no me gusta nada. Yo ando tranquilo del resto porque con el canuto desde la otra ladera estoy tan pancho: no salgo ni por recomendación, incluso algunas veces que veo al del lomo listón pisándome la siembra, prefiero dejarle presumir hasta la noche a ver si, por casualidad, le arrean un sartenazo a él, y yo, mientras, sigo encamado, sin moverme. Pero no, no cae esa breva, y el jodío de los cristales cada vez se pone más pesado. Este año me pilló en pleno sembrado un amanecer de Marzo que fui a ponerle las peras al cuarto al vecino, cuando ya me había hinchado el morro lo suficiente (Canela estaba empezando a andar hacia él, en plan curiosona y eso sí que no). Después de marcar los repollos del borde y de varias escaramuzas, me topo con un bulto en el suelo y era el de las gafas, el tío, con un par de tubos de esos cortos que no hacen ruido puestos en su jeta blanca. Si llega a llevar el trabuco me engancha pero bien. Desde aquel día, va a tener que meterse hasta la cocina si quiere hacerse con mi pellejo, y a buen seguro que le va a costar.

De todas maneras, llegará el día, porque con lo de la muela hoy estoy en baja. Recuerdo cuando a Madre se le empezaron a mover las muelas (ella, que había sacado adelante a más de once hijos), y de cómo acabó, famélica y muerta de hambre, hasta que los perros de una rehala de esas que llevan los de dos patas acabaron despellejándola un frío día de lluvia.

A veces me falla también la oreja izquierda. Ninguno más de mi familia murió de viejo, pero si sigo por este camino me van a tener que hacer puré de brotes de zarza para mantenerme. Antes me dejo comer por los gandanos que darle el gusto a uno de dos patas, aunque sea ese de las gafas. Si llegara el día, me acurrucaré en un enebro, y me quedaré dormido mirando los celajes naranjas del cielo de la tarde, al olor de la miera y del láudano de las jaras, pensando en la primera vez que Canela y yo nos rozamos el pelo...

Se me mueve la muela como los cantos rodaos del río. Va a ser hora de ir careando hacia los brotes tiernos de los bajos...