Esta noche, aprovechando que están cayendo unas gotas y que andaba oscuro, me he decidido a dar un garbeo hasta las peñas de Valdemachos. No suelo aventurarme fuera de lo mío, porque nunca he visto nada bueno y se puede buscar uno un lío (y más con estos tiempos que corren, que está el monte lleno de machetes pendencieros que no hacen más que pinchar y creerse los amos del mundo, cuando no tienen más que una hembra tan joven y huesuda como ellos, y un cacho monte fareado y atufado de rastros de perro), pero estas noches son buenas para quitarse algunas cosas de la cabeza que uno tiene y siempre le rondan, y despejarse un poco de tanto mosquito y garrapata.
Así que me he decidido a hacer una visita a una de mis hermanas, aprovechando que su macho (un candelas bastante lucido pero que no me aguantaría a mí ni un arranque en mis buenos años) no la hace mucho caso ahora porque se ha cebado con los verdines de los claros y la deja pata ancha para danzar con los críos.
Ella vive ahora (hasta la llegada de los fríos) en un manchón de rebollo bien apretao que está en una ladera entre la Peña del Viso y la Peña Carralera, la verdad es que es un sitio bien majo que si no me pillara ya tan mayor me lo pensaba, una umbriíta chiqueja pero acogedora para la primavera y el verano, buena para amores sin mirones, con agua y brote abundante (¡qué más se puede pedir!).
Así que, pian pianito, tomando mis cautelas y precauciones, y tratando de no dejar huella en el barro para que el de las gafas no me fastidie mañana, me he llegado hasta allí.
Mientras comistrajeábamos unos tapaculos, me ha contado que han enganchado al
“Pelos” de Torrelavajo con todo el equipo. El rumor se extendió el otro día por
el valle del Río Tocino, cuando un gandano asistió a la persecución y al
trinque, y se fue de la lengua en un bebedero con una cochina cana. Enterada la
cochina (con lo chismosas y corretonas que son las jodías, más cuanto más
viejas), enterado todo el monte.
En tooooootal, que a la finitiva el tío de la coleta andaba tras de enganchar a algún despistado en los llanos, seguramente alguna corza del año o algún vareto despistado, pues tan tontos son como los humanos casi, ahí, exhibiéndose innecesariamente a pleno crepúsculo cuando no a plena luz del día. En estas estaba (montao en uno de esos carros de humo que llevan los de dos patas), cuando le echan el alto los guardas, y el tío, que está más pallá que pacá, se arranca pal otro lao y sale zumbando. El gandano no daba crédito a sus ojos, cuando vio cómo bajaban las curvas del río a toda castaña, como un guarro de esos viejos que se vacían al primer ruido chascando chirpiales ladera abajo.
En estas estaba cuando no se le ocurre otra cosa que lanzar por el boquete del carro el trabuco ese con el canuto, con tan mala suerte que se le engancha en el borde y cae en plena carretera, delante de los guardas. ¡Jó, jó, jó!. Casi no me podía aguantar de la risa cuando me lo contaba mi hermana La Morros, jó, jó, jó.
En toooooootal, que en un cruce de la carretera, de la velocidad que llevaba se pega un leñazo con un laderón y deja hecho cisco el carro de humo que encima oyó decir el gandano que era de su hembra, y se pega un sartenazo de aúpa. Dice el gandano (que llegó cerca de la cuneta jadeando por la carrera de la bajada) que pudo ver cómo salía ensangrentado, y le hicieron encima soplar por un chisme con un canutillo para verle nosequé, y que los guardas se echaron las manos a la cabeza al ver que iba más borracho que la Burra del Tío Bernardino cuando se dio aquel atracón de madroños.
En total, que a la finitiva, le trincaron con un montón de ferralla en el coche y borracho, así que en el monte esperamos que esté un tiempito sin darnos candela, que aunque siempre ande tras lo primero que pilla, corzos y jabalíes son al fin y al cabo, y compañeros de fatigas y de noches, de calores y de lluvias, de nevadas y de esta vida tan dura que llevamos los de cuatro patas.
Al “Pelos” de Torrelavajo le vi una vez y no me gustó nada. Recuerdo que fue un atardecer del mes de Abril, en mi ladera de siempre, en lo mío. Oí que llegaba en un carro de esos, y vi cómo bajaban la ladera por una trocha cochinera, a lo bestia, como si fuesen guarros en celo. Iban dos o tres tíos montados, dos de ellos dándoles el aire, con los trabucos en la mano. Tuve que retener a Canela para que no saliera corriendo, porque habría sido carne de cañón.
-¡¡¡Psssst!!!¡¡¡¡Chitón, Canela!!!. Aquí amagada como un conejo sin levantar las orejas hasta que pasen.
Nos llenaron la ladera de un humo asqueroso, y vimos cómo al llegar al arroyo se arrancó una piarilla que por entonces solía encamarse allí (salían al atardecer a la siembra a carear). No podemos decir la sensación que nos invadió a Canela y a mí al ver cómo aquellos desalmados se cebaron con ellos, usando unos trabucos que no metían casi ruido.
La Morros y yo brindamos por la noticia con un
traguito de agua del manantial, aderezado con la lluvia fresca y fina de la
noche, al olor fragoroso de las jarillas que tapizan los claros del
rebollo.
Volví de madrugada bastante tranquilo a mi encame, al saber
que, por una temporada, El Pelos de Torrelavajo no iba a estar por allí. Canela
se puso muy contenta. Ni siquiera el badajeo de mi vieja muela gastada ni la
certeza de la segura visita del de gafas pudo empañar aquel amanecer de libertad
y viento fresco, con un furtivo menos en nuestro valle.