Andaba yo cusqueando la otra mañana por los bálagos del bajizo cuando me vino un mal barrunte: “Me da fato a bicho muerto”.
No suelo meter los hocicos donde no me llaman, y en situaciones así prefiero echar una carrerita ladera arriba y encamarme a la rumia en solitario: ya he visto demasiados congéneres destripados, o incluso sin cabeza y, si bien cuando ando detrás de Canela la pierdo (y me imagino que al resto le pasará igual con sus parientas, o lo que es peor, con las del vecino), nunca se me suele separar del pescuezo. Pero esta vez hice una peligrosa excepción y me fui arrimando con cautela, porque ya se sabe, ojos que no ven, trabucazo que te pegan, y prefiero estar enterado de todo lo que se cuece en mi ladera que llorar mañana por algo que no he sabido prever.
Cuando la peste era insoportable, pude ver a los causantes: eran los restos de una liebre, vamos, lo que habían dejado los gandanos hacía dos noches, ¡bah!, algo de pellejo y poco más. Con estos calores de Otoño (que ya está bien, jamás pensé que desease el frío del invierno), olía como si estuviésemos en verano, aunque al ver lo que era no le presté mayor atención, y seguí ramoneando lejos de aquella peste hasta que el sol comenzó a despuntar por el Pico del Cuervo, cuando me recogí.
No le di mayor importancia a aquel hecho hasta que lo comenté entre bostezos con Canela, recostados al solecillo del membrillo de este veranillo de San Martín, acostados orilla un rebollo. Como siempre, las hembras tienen otra forma de ver las cosas (son mucho más prácticas las joías), y su respuesta me dejó pensativo:
-Claro, han estado esta semana pasada fumigando la siembra de las retamas, y la ha pillado de lleno.
¡Ah, amiga!. ¡Así que era eso lo que estaban haciendo con tanto trajín de ires y venires!. No sabía que lo que echaban estos locos de dos patas con sus apestosos maquinorros fuera puro veneno, pero ni es la primera liebre muerta que veo, ni será la última.
Bien es cierto que tengo por costumbre no pisar las siembras (amigas de furtivos de medio pelo, de estos de canuto y sentadita, escenarios de matanzas de gente facilona, jovenzuelos, hembras y hasta chivos), y que a Canela y a los míos los tengo bien aleccionados para que no asomen el morro, pero ahora, después de eso, menos que nunca.
Cada día estoy más recogido en lo mío. Desde que ví de qué iba esta feria que me ha tocado vivir, senté la cornamenta y dejé de corretear buscando una ladera donde no me echaran a cornadas, me he vuelto tan prudente que a veces Canela me lo echa en cara:
- Diezpuntas, podríamos ir a visitar a mi hermana a Valdelachiva.
- -¡Quiá!. Quita, quita, que lo mismo nos arrean un trabucazo. Que venga ella con el tísico ese que se ha echado, el del pelo rizao.
- Sabes que no me gusta que te metas con él. Es un corzo estupendo, todo son galanterías con ella, la lleva los mejores ramones y le deja mondar los cogollos de gamón antes de probarlos él...
- Si tanto te gusta, vete pallá. Ahora, te digo una cosa...también la deja pasar a ella primero cuando sale a los claros por si la arrean con el canuto, no es listo el tío ni ná. ¿No te acuerdas hace diez lunas cuando corrían delante de aquellos podencos, y él se quedó echo un sapo en un apretón de carrascas mientras ella se llevaba los perros detrás?. Si no la trincaron no fue precisamente por su galantería, menudo marrajo.
- Bueno, pues no te metas con su aspecto, el chico es guapo.
- Pues si es guapo, que lo cuelguen en la pared de una de esas madrigueras, que yo soy mú feo...
Estas hembras son todas iguales: todas las que he conocido, nada más que darle a al lengua con mil recomendaciones, chismorreando con otras en los aguaderos y cortes sobre lo que hace uno o no hace, contando secretos que no deberían contar, dando órdenes en una ladera que no es suya, sin respetarle a uno, haciendo ruido cuando hay que estar callado, saliendo del espesar sin mirar a los lados y sin levantar el morro al viento...yo no sé cómo las aguanto.
Prudencia y sobrevivirás, eso me dijo mi madre cuando nos separamos. Y aún así no las tengo todas conmigo (mi muela se mueve, mudo mal y ya no estoy para carreras delante de los perros). De todas formas, soy el corzo más viejo que conozco, y lo paso divino con el de las gafas toreándole y dándole esquinazo.
¿Mis normas?: no salir a las siembras, ni ir a las lagunas y navajos (mi trabajo me cuesta chupar los rocíos y conformarme con los charcos de tormenta), berrear lo justo para ponerle las peras al cuarto al engolado del vecino, y si huelo a humano, achantarme y dejar que me pase por encima si es preciso antes que darme a ver. Estos tíos enseguida te fichan, se ceban contigo, y hasta que no dan con tus huesos en el suelo, no paran: día y noche, una luna y otra luna, no le dejan a uno ni cagar sin tener que mirar a los visos, joé.
Sé que me hago viejo porque me vuelvo refunfuñón, y muchas veces riño a Canela por dejar que los críos salgan a la siembra, incluso ella misma a veces sale a pastar tan pancha. Pero es que son unos inconscientes que no saben los peligros que nos acechan.
Y ahora, además, el veneno de las siembras.
Si es que no le dejan parar a uno. Como me hinchen, todavía le jinco al gafas la punta derecha en los riñones.
A ver si llega la noche, que he visto un verdecito entre los rebollos...
No suelo meter los hocicos donde no me llaman, y en situaciones así prefiero echar una carrerita ladera arriba y encamarme a la rumia en solitario: ya he visto demasiados congéneres destripados, o incluso sin cabeza y, si bien cuando ando detrás de Canela la pierdo (y me imagino que al resto le pasará igual con sus parientas, o lo que es peor, con las del vecino), nunca se me suele separar del pescuezo. Pero esta vez hice una peligrosa excepción y me fui arrimando con cautela, porque ya se sabe, ojos que no ven, trabucazo que te pegan, y prefiero estar enterado de todo lo que se cuece en mi ladera que llorar mañana por algo que no he sabido prever.
Cuando la peste era insoportable, pude ver a los causantes: eran los restos de una liebre, vamos, lo que habían dejado los gandanos hacía dos noches, ¡bah!, algo de pellejo y poco más. Con estos calores de Otoño (que ya está bien, jamás pensé que desease el frío del invierno), olía como si estuviésemos en verano, aunque al ver lo que era no le presté mayor atención, y seguí ramoneando lejos de aquella peste hasta que el sol comenzó a despuntar por el Pico del Cuervo, cuando me recogí.
No le di mayor importancia a aquel hecho hasta que lo comenté entre bostezos con Canela, recostados al solecillo del membrillo de este veranillo de San Martín, acostados orilla un rebollo. Como siempre, las hembras tienen otra forma de ver las cosas (son mucho más prácticas las joías), y su respuesta me dejó pensativo:
-Claro, han estado esta semana pasada fumigando la siembra de las retamas, y la ha pillado de lleno.
¡Ah, amiga!. ¡Así que era eso lo que estaban haciendo con tanto trajín de ires y venires!. No sabía que lo que echaban estos locos de dos patas con sus apestosos maquinorros fuera puro veneno, pero ni es la primera liebre muerta que veo, ni será la última.
Bien es cierto que tengo por costumbre no pisar las siembras (amigas de furtivos de medio pelo, de estos de canuto y sentadita, escenarios de matanzas de gente facilona, jovenzuelos, hembras y hasta chivos), y que a Canela y a los míos los tengo bien aleccionados para que no asomen el morro, pero ahora, después de eso, menos que nunca.
¿Cómo es posible que envenenen el campo?. ¿Adónde quieren llegar con sus tiros,
los humos de sus carros, el estropicio del gasoil en los cebaderos y tanta
suciedad?. El viento se lleva todos los años las bolsas que se quedan
enganchadas a los cardos del arroyo, tras la fiesta del pueblo, pero ¿se llevará
también los venenos?. ¿O nos los tragaremos la gente del monte mientras ellos,
los de dos patas, descansan en sus madrigueras, con sus lumbres y guisotes?.
Cada día estoy más recogido en lo mío. Desde que ví de qué iba esta feria que me ha tocado vivir, senté la cornamenta y dejé de corretear buscando una ladera donde no me echaran a cornadas, me he vuelto tan prudente que a veces Canela me lo echa en cara:
- Diezpuntas, podríamos ir a visitar a mi hermana a Valdelachiva.
- -¡Quiá!. Quita, quita, que lo mismo nos arrean un trabucazo. Que venga ella con el tísico ese que se ha echado, el del pelo rizao.
- Sabes que no me gusta que te metas con él. Es un corzo estupendo, todo son galanterías con ella, la lleva los mejores ramones y le deja mondar los cogollos de gamón antes de probarlos él...
- Si tanto te gusta, vete pallá. Ahora, te digo una cosa...también la deja pasar a ella primero cuando sale a los claros por si la arrean con el canuto, no es listo el tío ni ná. ¿No te acuerdas hace diez lunas cuando corrían delante de aquellos podencos, y él se quedó echo un sapo en un apretón de carrascas mientras ella se llevaba los perros detrás?. Si no la trincaron no fue precisamente por su galantería, menudo marrajo.
- Bueno, pues no te metas con su aspecto, el chico es guapo.
- Pues si es guapo, que lo cuelguen en la pared de una de esas madrigueras, que yo soy mú feo...
Estas hembras son todas iguales: todas las que he conocido, nada más que darle a al lengua con mil recomendaciones, chismorreando con otras en los aguaderos y cortes sobre lo que hace uno o no hace, contando secretos que no deberían contar, dando órdenes en una ladera que no es suya, sin respetarle a uno, haciendo ruido cuando hay que estar callado, saliendo del espesar sin mirar a los lados y sin levantar el morro al viento...yo no sé cómo las aguanto.
Prudencia y sobrevivirás, eso me dijo mi madre cuando nos separamos. Y aún así no las tengo todas conmigo (mi muela se mueve, mudo mal y ya no estoy para carreras delante de los perros). De todas formas, soy el corzo más viejo que conozco, y lo paso divino con el de las gafas toreándole y dándole esquinazo.
¿Mis normas?: no salir a las siembras, ni ir a las lagunas y navajos (mi trabajo me cuesta chupar los rocíos y conformarme con los charcos de tormenta), berrear lo justo para ponerle las peras al cuarto al engolado del vecino, y si huelo a humano, achantarme y dejar que me pase por encima si es preciso antes que darme a ver. Estos tíos enseguida te fichan, se ceban contigo, y hasta que no dan con tus huesos en el suelo, no paran: día y noche, una luna y otra luna, no le dejan a uno ni cagar sin tener que mirar a los visos, joé.
Sé que me hago viejo porque me vuelvo refunfuñón, y muchas veces riño a Canela por dejar que los críos salgan a la siembra, incluso ella misma a veces sale a pastar tan pancha. Pero es que son unos inconscientes que no saben los peligros que nos acechan.
Y ahora, además, el veneno de las siembras.
Si es que no le dejan parar a uno. Como me hinchen, todavía le jinco al gafas la punta derecha en los riñones.
A ver si llega la noche, que he visto un verdecito entre los rebollos...